lunes, 21 de septiembre de 2015

El Árbol del Puente

La mortecina luz del bar era suficiente en cambio para permitir reconocer a todas las personas que se reunían una semana más, para disfrutar del sábado por la noche.
Yo, uno entre tantos, trataba de aparentar que me interesaba la eterna conversación sobre fútbol que mantenían mis amigos.
Era mejor de todos modos, que las conversaciones de la mayoría de la gente allí reunida. Podía captar a dos chicos comentando las hazañas sexuales de uno de ellos con una rubia, que sentada en un rincón y de animada charla, desde luego en ese momento, ni siquiera parecía conocerle.
Tres chicas discutían acaloradamente sobre lo inadecuado de la vestimenta de una cuarta que llevaba más de diez minutos en la cola del aseo y que ajena a las críticas, esperaba paciente su turno hablando con un chico que sin duda no lamentaba tanto su aspecto.
Otras conversaciones sobre fútbol, otras sobre chicas, otras sobre alcohol y borracheras pasadas que debían ser repetidas.
Y yo esperando tu llegada, siempre esquiva, mirando a la puerta una y otra vez, alertado por cualquiera que la abriera para entrar o salir del local.
¡Y no llegabas!
Siempre a esas horas ya solías llevar un rato allí, con amigas o amigos, radiante, conversando y riendo.
Por fin te vi, en un entreabrir de la puerta, estabas fuera.
Hablabas confiadamente con un chico alto y guapo, uno de esos que siempre se rodean de las mejores chicas.
La puerta se cerró y no te vi más.
Corroído por los celos, apenas pude esperar cinco minutos hasta salir y ver si seguías con él, pero lo que me encontré fue peor aún. Ya no estaba él y ya no estabas tú.
El resto de la noche lo pasé buscándote en cada bar, tratando de por una vez al menos, decidirme a hablar contigo. Aunque sabía que no tendría valor para articular palabra alguna una vez me viera frente a ti.
¡Ojalá supieras quién soy!
Cansado, dolido y triste me fui a dormir cuando las primeras luces del alba despuntaban por el camino del arroyo, y sin haberte vuelto a ver.

Esta mañana, al abrir los ojos y verte junto a mí, mientras el odioso sueño se archivaba en algún rincón de la memoria, me he sentido tan feliz como aquel día en que te besé por primera vez, treinta años atrás, una noche de luna llena, bajo el árbol del puente de piedra.

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