Su hogar de los últimos
dos años hacía parecer una mala pesadilla la casa de su infancia, era el único
lugar donde se había sentido pleno, donde había sido feliz. Y ahora que se
alejaba sabiendo que no volvería, trataba de obligarse a no mirar atrás.
Si la volviera a ver, perdería
el valor que tanto necesitaba en ese momento.
Era de noche en la cara
de la Tierra que se veía por el frontal delantero y la gran mole azul tapaba el
sol en la trayectoria por la que se acercaba. Eso solo aumentaba el efecto
fantasmal de la luz de la Luna que entraba por los cinco grandes óculos de
detrás, blanca y brillante, aumentando los contrastes con el negro profundo de
la eterna noche espacial. Ese blanco lo rodeaba y le reclamaba que no se fuera,
que diera la vuelta y disfrutara del poco tiempo que tendrían Alba y él antes
del inminente ataque terrestre.
Todo lo hacía por ella,
por un futuro del que no formaría parte, pero hay cosas por las que es fácil
dar la vida. Sería un gran héroe para la historia selenita y erigirían
monumentos en su nombre.
Lanzaría su nave
cargada de explosivos en un ataque suicida contra la base del rayo tractor que
hasta hoy había mantenido al satélite dependiente de la Tierra y a su merced, y
le daría los pocos segundos necesarios para conseguir la libertad y desaparecer
en el espacio, alejándose para siempre del influjo y la opresión terrestre.
Sabía que Alba lloraría
su ausencia, pero poco importaban unas cuantas lágrimas si lo comparaba con la
vida de su amada. Le sorprendió que lo que realmente lamentaba ahora era que su
cuerpo desaparecería en la Tierra que le vio nacer y que se había convertido en
su enemiga, en lugar de en su adoptiva Luna.
Aceleró hasta los
límites que permitían los escudos de la lanzadera en una reentrada tan brutal y
afianzó la trayectoria, casi vertical, sobre su objetivo. En el último segundo
miró por fin hacia atrás y la vio llena en el firmamento y su último
pensamiento fue que quizá fuera la última persona en la Tierra que la viera.